Llevaba muerto mucho tiempo. Con un
tremendo sobresalto se dio cuenta de que ya no estaba muerto. Además de
la sensación crecientemente vívida de su yo, seguía siendo consciente
de la tierna red de la que se estaba separando. Desde su tejido, los
seres a los que quería le tendían las manos, llamándole, buscando una
comunión más. –¡No me abandonéis! –les gritó–. ¡Seguidme, encontradme!
Tensándose a su alrededor, la existencia vibraba con los latidos de un
corazón gigante. Fue expelido a la liviandad, cayó en lo desconocido.
Descendió más y más, trazando círculos. Gradualmente empezó a recordar
conceptos olvidados mucho tiempo atrás, tales como la dirección, la
distancia y el tiempo. Se concentró en ellos y descubrió que se estaba
deslizando en espiral entre las estrellas. Las constelaciones florecían a
su alrededor como prados floridos. Tendió las manos, ávido de la
sensación súbitamente recordada del tacto…, y resbaló y se deslizó y
acabó escansando en una cálida cámara iluminada por un tenue resplandor
rojo. Allí yació, soñando. Protegido y satisfecho, estaba suspendido
entre los mundos, flotando en mareas reguladas por los ritmos de un
universo. En ese tiempo de desarrollo examinó sus recuerdos para decidir
con cuáles quedarse. Podía retener muy pocos y era difícil prever cuál
le sería más necesario. No obstante, una orden silenciosa le instaba a
recordar y recordar…
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