10 agosto 2012

El Druida Morgan Llywelyn




Llevaba muerto mucho tiempo. Con un tremendo sobresalto se dio cuenta de que ya no estaba muerto. Además de la sensación crecientemente vívida de su yo, seguía siendo consciente de la tierna red de la que se estaba separando. Desde su tejido, los seres a los que quería le tendían las manos, llamándole, buscando una comunión más. –¡No me abandonéis! –les gritó–. ¡Seguidme, encontradme! Tensándose a su alrededor, la existencia vibraba con los latidos de un corazón gigante. Fue expelido a la liviandad, cayó en lo desconocido. Descendió más y más, trazando círculos. Gradualmente empezó a recordar conceptos olvidados mucho tiempo atrás, tales como la dirección, la distancia y el tiempo. Se concentró en ellos y descubrió que se estaba deslizando en espiral entre las estrellas. Las constelaciones florecían a su alrededor como prados floridos. Tendió las manos, ávido de la sensación súbitamente recordada del tacto…, y resbaló y se deslizó y acabó escansando en una cálida cámara iluminada por un tenue resplandor rojo. Allí yació, soñando. Protegido y satisfecho, estaba suspendido entre los mundos, flotando en mareas reguladas por los ritmos de un universo. En ese tiempo de desarrollo examinó sus recuerdos para decidir con cuáles quedarse. Podía retener muy pocos y era difícil prever cuál le sería más necesario. No obstante, una orden silenciosa le instaba a recordar y recordar… 



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