Han transcurrido más de cuarenta años desde la publicación de The Witch-Cult in Western Europe, de la doctora Margaret Murray. La mayoría de nosotros ha olvidado cuan vaga y poco sistemática había sido hasta aquel momento la actitud del mundo ilustrado para con la brujería. Había habido más de un serio historiador interesado en los diversos procesos de brujería pero en su mayoría se ocuparon principalmente del procedimiento legal o de la crueldad y credulidad de nuestros antepasados. Con una incredulidad que era casi tan ilógica como la credulidad de otros tiempos, consideraban a los brujos y brujas como hombres y mujeres alucinados que padecían neurosis e histerismo. Los folkloristas tendían a tomar una postura análoga. Para ellos, los brujos y brujas constituían los depositarios de la sabiduría tradicional del ámbito rural y solían ser inofensivos, pero estaban expuestos a la impopularidad porque eran con frecuencia de genio áspero y aspecto poco agradable, pretendían ser capaces de hacer hechizos y eran aficionados a la preparación de cocimientos con fines maléficos. Luego había los ocultistas, con cierto gusto por el Crepúsculo Celta, que veían la brujería como afín a la adivinación, y los demonólogos de la escuela de Aleister Crowley y Montague Summers, que asociaban la brujería con las formas más conscientes del satanismo, tales como la misa negra. Para el vulgo, la bruja no había dejado de ser la malvada de los cuentos de hadas aprendidos en la niñez, una horrible hechicera con capa y sombrero en forma de cucurucho, de nariz ganchuda y largos dedos sarmentosos ávidos de agarrar niños inocentes con siniestros fines mágicos...
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